Años de formación como arquitecto
Fragmento del conversatorio con Arturo Robledo en el marco de Conversaciones de arquitectura colombiana de la Universidad de los Andes, realizado en noviembre de 2001 en la clase Arquitectura en Colombia del profesor Rafael Gutiérrez. Conversaciones de arquitectura fue también un proyecto editorial de Ediciones Uniandes de tres volúmenes. La conversación con Arturo Robledo fue publicada en el Volúmen 1 (2004).
Rafael Gutiérrez: Arturo, empieza por contarle a los estudiantes ¿quién eres tú?
Tú sabes que en mis tiempos tuvo mucho éxito el psicoanálisis, toda la gente importante se psicoanalizó. Yo no y por eso me quedé ahí. Me queda muy difícil la confesión de uno mismo. Por timidez, porque no sé qué decir, me tienes que dar una mano porque no sé cómo arrancar.
Nací en Manizales hace 70 años. Me voy saltar unos años.
Estuve en el colegio y creo que desde muy temprano pensé o mi papá pensó: “Qué bueno que Arturo fuera arquitecto”. ¿Sería así? En todo caso no tuve muchas dudas, nunca se me ocurrió algo distinto, tal vez ser torero, pero fuera de eso no tuve dudas [...] en 1947 ingresamos casi 120 alumnos a la Facultad. En las paredes del edificio estaba colgada la tesis de Fernando Martínez, así que él se graduó a comienzos del 47, cuando entramos. “Entramos”, digo, porque era un grupo bastante cohesionado, de hecho, nos presentamos seis compañeros del colegio y entramos cuatro. El año anterior habían ingresado varios alumnos del colegio, entre ellos un ex decano de los Andes, Eduardo Pombo, compañero y muy amigo.
La Facultad tenía entonces diez años y aquel era un momento muy interesante porque los egresados ya eran profesores. La primera clase de nuestro grupo fue con Carlos Arbeláez, egresado de la Universidad. Dictaba un curso llamado “Introducción a la Arquitectura”. Recuerdo que nos mostró una portada de Selecciones con una foto del Ministerio de Educación en Río de Janeiro y nos señaló esa como una obra importantísima de la arquitectura moderna, de la cual, creo, ninguno de los que estábamos presentes teníamos la más mínima noción. Para nosotros la arquitectura consistía en hacer edificios y casas, pero de proyectos como ese creo que nadie sabía.
Nos habló entonces de Le Corbusier, introduciéndonos en la ortodoxia del momento. Carlos era muy ortodoxo, muy “corbusiano”. Ese año Le Corbusier vino a Bogotá, estuvo en la Facultad y dictó unas conferencias en el Teatro Colón. Sobre un papelógrafo hacía dibujos, de esos que aparecen en su obra; acá una tiza azul, una verde y otra negra; dibujaba una ventana, el paisaje de Brasil, el símbolo de Ascoral (Assemblée des Constructeurs pour une Rénovation Architecturale). Recuerdo que tiraba el papel y salían de un lado Carlos Arbeláez y del otro Carlos Martínez, a ver cuál lo cogía, así sucedió con los 10 o 20 papeles que hizo: se los rapaban y salían hacia cada lado, era muy divertido. Le Corbusier nos marcó. Los buenos profesores eran “corbusianos” y los menos buenos querían parecerse a los buenos. Entonces ahí no había sino Le Corbusier y, en una tradición tan católica como la nuestra, el dogma era importantísimo para sobrevivir.
Mirando retrospectivamente, la Facultad no era muy buena, realmente, y eso me llevó a pensar que no importaba que las facultades fueran buenas, lo importante es que los estudiantes sean buenos y tengan deseos de hacer las cosas seriamente. El profesor no importa mucho. En arquitectura poco hacemos los profesores. Ya no soy profesor y puedo decir, con más tranquilidad, que somos parteras, auxiliares que ayudan a que la gente, si tiene algo, lo ponga, lo trabaje, lo elabore. Podemos enseñar a los estudiantes a pensar como arquitectos, pero no podemos darles mucho más; se puede enseñar el oficio, pero el talento no se enseña; puede despertarse la creatividad, quizá, pero ésta no se transmite, no se enseña; tal vez entre nosotros sería mejor tratar de despertar la creatividad, en lugar de tratar, como se trata todavía hoy en las escuelas, de hacer que los discípulos sigan (también es una tradición muy católica) una línea dentro de una horma.
De la Facultad me quedó un socio, Hans Drews, quien también fue decano de esta universidad; una persona absolutamente excepcional con quien alcanzamos a trabajar cuando recién empezábamos la carrera. Trabajamos casi hasta su muerte; cuando murió, yo ya no estaba con él. Pienso que en la Facultad aprende uno más con los compañeros que con los profesores. La discusión del tipo “¡Hombre, no sea bruto, cómo se le ocurre eso!” no se hace con el profesor, pero sí entre colegas; y a pesar de que la gente no esté muy al tanto de todos los asuntos, los debates son más francos, más sentidos. Hay una inquietud mucho más auténtica entre los que discuten.
Con Hans aprendimos cantidades. Teníamos que resolver problemas reales. Hicimos la tesis juntos. De acuerdo al plan de estudios de ese momento se hacía la carrera en seis años, así que cuando llegamos a sexto debíamos hacer tesis. Recuerdo que cuando nos preguntamos qué hacer de tesis, Jorge Arango Sanín nos sugirió el proyecto de la nueva Universidad de los Andes, que tenía un lote excelente junto al Club Los Lagartos. Le preguntamos entonces a Mario Laserna qué pensaba, cómo debía ser. Esa universidad no se parecía, en el pensamiento de Mario Laserna, a la que nosotros conocíamos. Tenía otra serie de sistemas distintos: sistemas de departamentos, que era el sueño de Laserna. Y empezamos a hacer un programa de acuerdo con una reglamentación que se había inventado en la Nacional, absolutamente draconiana, absurda, detestable. Hicimos protestas, pero finalmente tuvimos que aceptar y trabajar en algo de lo que no estábamos muy convencidos. No se produjo mucho entonces, estábamos patinando.
En ese momento nos llamó Gabriel Serrano y nos invitó a trabajar en el proyecto de la Siderúrgica de Paz del Río, en Belencito, Paz del Río y La Chapa. Había que hacer viviendas, hospitales, garajes, en general todo el plan de Belencito. Éramos dos muchachos, estábamos en la universidad todavía, yo tenía 21 años y Hans era un poco mayor. La tesis se fue al diablo, en teoría teníamos que trabajar medio tiempo, pero, ¡qué medio tiempo! José Gómez Pinzón me encargó de viajar Belencito-Bogotá-Paz del Río, coordinar las obras y todos sus aspectos. En esa situación, un día decidimos encerrarnos durante un mes para terminar la tesis. La presentamos y los examinadores nos dijeron: “Por tratarse de ustedes, pasan…”. Pero la tesis fue francamente mala, muy bonita, muy bien presentada, pero malísima. Esa noche, luego de presentarla, me dio un ataque, recuerdo que quería tirarme por la ventana, pero bueno, superé el impase rápidamente.